Qué Conoces de Misiones, tu provincia.
Podcast de Rolo Capaccio
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22 episodiosHoy, en este espacio sobre qué conocés de Misiones, tu provincia, vamos a referirnos a un Informe muy singular. Se trata del informe Sanitario que el Doctor Ramón Madariaga eleva, en 1906, al por entonces Gobernador del Territorio, Manuel Bermúdez, y a través del cual podemos saber cuáles eran, por entonces, la mayores urgencias que en materia de salud padecía Misiones. Como sabemos, el doctor Ramón Madariaga, cuyo nombre lleva el Hospital de Posadas, fue un prestigioso médico español que se desempeñó como profesional entre fines del siglo XIX y principios del XX, realizando una importantísima tarea, médica, sanitaria y comunitaria. ¿Y a qué problemas sanitarios se refiere el Doctor Madariaga en su informe? Veamos de manera sucinta lo que dice: “En este hermoso Territorio de Misiones, en que casi es desconocido el invierno, se tiene un sinnúmero de enfermedades que le son propias como país sub tropical. La más común es el paludismo, que para los meses de diciembre, enero y febrero suele tomar el carácter de fiebre continua y perniciosa, y donde más estragos produce es en las riberas del Paraná donde no queda casa, rancho o albergue próximo a esta capital donde alguno de sus moradores no pague tributo a esta enfermedad yendo a aumentar la estadística obituaria.” Se refiere luego a las enfermedades de la piel entre ellas la temible lepra, pero la más extendida nos cuenta, es sin duda la sarna, que va difundiéndose y tomando carácter de forma ulcerosa pertinaz. “De parásitos intestinales es enorme la cantidad de atacados por la tenia solium en este Territorio, pero, lo que jamás he observado y a pesar de parecerse esta ciudad a la de Constantinopla por el sinnúmero de perros que pasean por sus calles, han sido los quistes hidatídicos.” De parásitos exteriores –dice Ramón Madariaga- he tenido que asistir con frecuencia a enfermos debido al deshove de moscas sobre el cuerpo, en fosas nasales y conducto auditivo. A veces he visto a individuos atacados por este gusano de la uraque ha perforado el tabique nasal, la bóveda palatina y penetrado en el cráneo provocando la muerte del paciente. Se refiere también a la profusión de niguas o piques, pero, sobre todo a los flagelos del alcoholismo, la sífilis, la tuberculosis y el bocio. También la fiebre tifoidea, debida a las malas condiciones de las aguas de las que se hace uso en las afueras de la ciudad. “El agua de que se sirve la población, -cuenta- como que carece de aguas corrientes, proviene de pozos, cisternas, aljibes y del río Paraná.” Luego recomienda medidas profilácticas con respecto a la tuberculosis. Mil veces he repetido en hoteles y casinos –dice Madariaga- lo que la ciencia recomienda hoy día a estos centros, pero es predicar en el desierto, y lo que hacen, cuando algún tuberculoso mal aconsejado llega a esta ciudad, es cuando empiezan a tomar medidas, dando a conocer al enfermo en triste situación, lo que es inhumano y cruel.” Todo un panorama de la situación sanitaria de Posadas y la provincia en este informe médico de hace más de cien años.
Hoy, en este espacio referido a qué conocés de Misiones, tu provincia, vamos a hacer referencia a un hecho… tragicómico, ocurrido en 1921, entre Candelaria y Santa Ana, y el que lo cuenta es Benito Zamboni, un colono de origen italiano, radicado en esta última localidad y que dejara en Misiones varios destacados descendientes. En un libro titulado “Escenas Familiares Campestres” que recopila los escritos que Benito Zamboni mandaba a “La Italia del Pópolo”, un diario de Buenos Aires, aparece este relato que nos habla de las cosas que sucedían en los caminos misioneros de entonces. Nos cuenta Zamboni: “Una tardecita de bello plenilunio volvía de Posadas a Santa Ana. Alrededor de la medianoche llegué a Candelaria y aquí empiezan los bosques. El camino no es más que un sendero de zanjas, piedras y troncos. El caballo avanza a paso lento. Serían aproximadamente las dos de la mañana y cerca de un monte, a la orilla del camino, veo un carrito con las varas al aire y un hombre sentado en el suelo, con el torso apoyado en las tablas de la parte posterior del carro. Como los carreros en los caminos solemos conversar, me aproximo y digo: “¡Buenas noches amigo! Nada. ¡Buenas noches! –repito- pero él continua roncando. Me acerco y: -¡Caramba, que sueño duro tiene usted! Y con la punta del pie toco el suyo, pero inútilmente. Lo toco otra vez y veo que a cada golpe de mi zapato contra el pie el hombre responde con un movimiento de la cabeza. Me viene una sospecha atroz… ¡Pero no podía ser si roncaba! Enciendo un fósforo, y veo un ojo cerrado y el otro vítreo que me mira fijo. Tomo una mano, está helada y el brazo cae inerte. En suma: ¡no es más que un muerto! El hombre al parecer duerme. Trato de permanecer calmo y me pongo a escuchar, porque lo extraño y pavoroso es que yo oía roncar al muerto. Atento caigo en la cuenta de que quien ronca no es el muerto sino uno escondido bajo las tablas del carro. Rápidamente levanto el carrito y veo debajo, al amparo del rocío, un ataúd, y adentro un vivo que duerme. Voy a despertarlo cuando una voz detrás de mí me hace el efecto de una cuchillada: -¿Qué busca usted allí? -Busco -respondo- darme cuenta de lo que pasa aquí. -No se asuste señor. El que está aquí en el cajón es mi hijo, que es algo enfermizo y mientras yo cavaba la fosa en el cementerio que está aquí cerca, para qué pudiera dormir, sacamos el muerto y lo apoyamos en el carro, entonces mi hijo se acomodó para dormir en el cajón. El muerto es un tal Tour que vivía solo y mientras otro vecino avisaba a las autoridades yo me encargué de sepultarlo, pero me agarró la noche y quisimos echar un sueñito antes de ponerme a trabajar. Y luego extrajo del fondo del cajón donde el hijo seguía durmiendo una botella de caña que me ofrece. Le doy las gracias y vuelvo al camino con mi sulki. Llegué a casa cuando amanecía.
A menudo, cuando transitamos por la ciudad los vemos, en la puerta de los supermercados pidiendo una moneda, ofreciendo limones, algún animalito tallado o, al costado de los caminos del interior vendiendo sus artesanías. Hablamos de los mbyá –guaraní, que ya despojados del monte nativo y de sus formas tradicionales de vida intentan, sin otra salida, adaptarse y sobrevivir a los cambios impuestos por el blanco. Tal vez sean los más pobres entre los pobres y nuestro vínculo con ellos es ese contacto fugaz al darles una pequeña ayuda, en el mejor de los casos. Pero poco o nada sabemos de ellos, de sus padecimientos y mucho menos de su vida interior. No manejamos su lenguaje y ellos apenas comprenden el nuestro en esos intercambios de unas pocas palabras. Sin embargo estos mbyá que vemos acampados en las plazoletas o deambulando con sus hijos pequeños por las calles, están provistos de toda una cultura que portan en su memoria y que es trasmitida a su descendencia. Un mundo cerrado al que por lo general, no tenemos acceso. Sin embargo, allá por 1984, la publicación de un libro muy especial, permitió tener un acercamiento al pensamiento de este pueblo nativo y marginado. Este libro fue “El canto resplandeciente”, debido al escritor –ya fallecido- Carlos Martínez Gamba que en una edición trilingüe: mbyá- yopará paraguayo y castellano, nos acercó a la intimidad de estos paisanos con los que tenemos una comunicación tan precaria. Un milagro sólo posible al conocer Martínez Gamba la lengua indígena y permitirnos entrar, por un momento al sentimiento profundo de esa cultura cerrada para la mayoría. “El Canto Resplandeciente” es una recopilación de relatos, plegarias y tradiciones Mbyá a través de los testimonios de los caciques Lorenzo Ramos, Benito Ramos y Antonio Martínez. Un trabajo arduo, sólo posible gracias a la dedicación que Martínez Gamba le puso y que le permitieron entrar en confianza y frecuentarlos hasta sentir levantadas las barreras de la desconfianza. Recién ahí estos caciques abrieron su corazón para referirse a su realidad de despojo del monte nativo; a los extranjeros que recurren a engaños para conseguir lo que desean; al esfuerzo que significa vivir en esas condiciones, pero también expresar sus cánticos infantiles, las canciones de cuna, sus oraciones, las leyendas como la de la yerba mate, o las plegarias como ésta, denominada “Esfuerzo”, elevada por la mañana al levantarse al Padre Ñamandú, verdadero, el primero: “Por tu inmensa morada terrenal ya otra vez tus hijos se levantan al mismo tiempo que tu reflejo, el sol. Por todos los lugares en donde existen aldeas todavía Aquellos hombres a los que proveíste de adornos, aquellas últimas mujeres a las que proveíste de adornos se levantan otra vez para andar Por los pueblos de los extranjeros, rebuscándonos para que nuestros hijos tengan con qué alimentarse, He aquí que todo esto te cuento y te envío y nunca he de hacerte a un lado, nuestro Padre Ñanamdú Verdadero, el Primero…” Palabras de los hijos de esta tierra, desposeídos, con una gran vida interior y a los que vemos a diario sólo como parte del paisaje cotidiano.
Entre los muchos atractivos turísticos que ofrece Misiones, sin duda se destacan, en primer término las cataratas del Iguazú, las ruinas de los pueblos jesuíticos y ese maravilloso fenómeno natural que forma el río Uruguay y que son los Saltos del Moconá. Pero, así como las cataratas eran conocidas y frecuentadas al menos desde comienzos del siglo XX, al igual que las ruinas de San Ignacio, los Saltos del Moconá, si bien conocidos, permanecieron ajenos al turismo hasta que los caminos para llegar a ellos se hicieran transitables, y de eso no hace tanto tiempo. Además, como siempre ocurre, cada lugar tiene sus precursores. Alguien que ha dejado testimonio mucho antes de que pudiera llegarse con facilidad hasta allí y por eso vamos a referirnos a una excursión que hace Marcos Kaner al Moconá hacia fines de los años 50, del pasado siglo, cuando un amigo le propone que lo acompañe en calidad de experto. Pero antes digamos dos palabras sobre quién fue Marcos Kaner. Oriundo de la provincia de Buenos Aires pero crido en Entre Ríos, llega a Misiones en 1926 para llevar a cabo aquí una intensa actividad como dirigente gremial, periodista y fundador de varios sindicatos. Radicado en Oberá comparte los veranos con Horacio Quiroga en su casa de San Ignacio y se convierte en un profundo conocedor de la provincia, su gente, y los problemas laborales de los trabajadores. Pero ahora lo tenemos recorriendo el Moconá y nos relata: “Allá vamos entre los pedregales, frente a la cortina de espuma que se descuelga a lo largo del flanco argentino. Resulta difícil explicar el remoto cataclismo que dio lugar a este capricho de la naturaleza.” “Sentado en una piedra, contemplo extasiado esa maravilla que satura los sentidos. El lenguaje hablado o escrito es pobre para describir un cuadro tan impresionante…” “En nuestro país el Iguazú suena a cosa lejana; en cuanto al Moconá, ni siquiera figura en los mapas…” Bordeamos unos canalones que penetran varios metros entre los pedregales. Allí es donde los indígenas realizan su pesca. De pie, semejando una esfinge, con el arco o la fija preparados para el tiro ágil. Cuando en los canalones penetran los dorados persiguiendo su presa, la esfinge se transforma y un tiro certero de flecha o de fija, deja al pez boqueando entre las piedras…” Hay muchas cosas curiosas aquí para despertar el interés de los hombres de ciencia y de los amantes de las bellezas naturales. Cuando el Moconá se convierta en un centro turístico nos deparará muchas sorpresas muy gratas para los argentinos.” “Mis compañero me indican por señas que hay que avanzar hasta el último salto, el más soberbio y prodigioso: ¡El Moconá! Allí solamente me embargó un anhelo: que todos los argentinos conozcan lo que atesora el país donde nacieron y habitan hombres de muchas razas que llegaron a sus playas en busca de un porvenir que les fuera incierto en sus tierras de origen.” Estas son algunas de las anotaciones registradas por Marcos Kaner en ese deslumbrante viaje al Moconá cuando no era aún un lugar accesible para los viajeros.
Hoy, en estos temas que frecuentamos acerca de lo que sabés de Misiones, tu provincia, vamos a recrearnos con la evocación de una leyenda misionera, recopilada hace más de un siglo por un investigador prestigioso como lo fuera Juan Bautista Ambrosetti y retomada luego por Olga Zamboni y Rosita Escalada en su libro “Mitos y Leyendas de la región guaraní”. Se trata en este caso de la leyenda de la Caá Yarí, la reina de los yerbales misioneros. Esta leyenda de origen indígena fue modificada luego del periodo jesuítico, y sus protagonistas fueron en un principio los descubierteros, llamados por entonces mineros, aquellos personajes que se adentraban en la selva virgen, machete en mano, en busca de los yerbales naturales extendiéndose luego a todos aquellos vinculados a la cosecha de la yerba como los tareferos. Cuenta la leyenda que cierta vez Dios, acompañado de San Juan y San Pedro, viajaban por la tierra para probar a los hombres en sus virtudes y defectos y un día llegaron, fatigados, a la casa de un viejito que vivía en medio de la selva con su mujer y una hija muy bella. Era gente muy pobre, pero no vacilaron en poner a disposición de los viajeros lo poco que tenían para comer. Entonces Dios, conmovido por este gesto, y luego de preguntarle a San Pedro y San Juan que harían, lo premió haciendo que la hija, bella y pura fuese inmortal y no desapareciera nunca de la tierra. Es así que la trasformó en la planta de la yerba mate, que vuelve a brotar aunque se la corte y desde entonces los descubierteros, sabiéndola la reina de los yerbales hacen un pacto con ella consistente en una promesa que realizan para la Semana Santa, prometiéndole que si los ayuda, vivirán siempre en los montes y jurando no tener trato alguno con otra mujer. Hecho este voto, se encaminan al monte y depositan en una planta de yerba mate un papel con su nombre. Pero el descubiertero que hace esto debe tener gran valor, porque para probar su fidelidad la Caá Yarí lo pondrá primero a prueba lanzando sobre él víboras, sapos y fieras con el objeto de probar su presencia de ánimo. Entonces, si el que ha hecho el voto muestra valor y resiste la prueba, verá en ese momento como habrá de aparecérsele la Caá Yarí como una mujer joven y bella para favorecerlo siempre en todo, en especial al momento de pesar la yerba encontrada, aumentando el peso de cada ponchada. Pero si el tarefero no fuese fiel y llegara a traicionarla, la Caá yarí, despechada, no vacilará en provocarle la muerte. Entonces sus compañeros habrán de susurrar al oído: “Traicionó a la Caá Yarí; la Caá Yarí se ha vengado…” Como puede apreciarse esta leyenda mezcla lo sagrado y lo profano y tiene múltiples variantes según los lugares. Así por ejemplo en las zonas yerbateras de Brasil la Caá Yarí tomará el nombre de Caá Pora, pero como leyenda regional siempre estará presente para enriquecer la amplia y variada gama de relatos de esta maravillosa tierra.-
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