Nómadas
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6 afleveringenKandé empezó a pastorear cuando tenía seis años, acompañando a sus hermanos mayores. Y así hasta los once, cuando ya supo llevar rebaños solo. Pero dejó de hacerlo hace siete u ocho años, cuando ya hubo sobrinos y después hijos que lo reemplazaron –y su familia necesitaba más dinero. Ahora dice que es comerciante: cada año consigue un microcrédito de unos cientos de euros y se compra dos o tres vacas flacas, sus remedios y sus alimentos, las engorda y las vende, en unos meses, por el doble. Entonces paga el crédito y le queda ganancia; con eso compra algo para vender a los demás pastores: mantas, gafas, té, telas, lo que encuentre. Porque ser pastor, dice, es su vida, pero preferiría poder quedarse siempre en el mismo pueblo, no tener que vivir en el camino. Los sedentarios pueden quedarse porque tienen todo ahí, el agua, el pasto; nosotros no lo tenemos, entonces vamos de acá para allá para buscarlo. Si no tuviéramos que movernos podríamos tener huertos, cultivar, comer mejor, cuidar mejor a nuestros hijos. Podríamos tener vidas mejores. Hace unos años, un autor casi contemporáneo escribió que “viajar es, por supuesto, la confesión de la impotencia: ir a buscar lo que te falta a otros lugares. Si realmente creyera que no necesito nada más me quedaría en mi casa. Si realmente creyera que no necesito nada más sería feliz. Si realmente creyera que no necesito nada más sería un necio”. La vida de los nómadas.
–Nosotros no sabemos nada del gobierno, nosotros somos nómadas, nos preocupamos de nuestros animales y nuestras mujeres y nuestros niños; a nosotros nadie nos da nada y no queremos tener líos con nadie. Que ellos se ocupen de sus rebaños, nosotros de los nuestros. Me dice Mamadou Bah –los apellidos, entre los fula, se repiten mucho–, sentado en su esterilla. Mamadou tiene 56 años, un malhumor espeso y está orgulloso de su caballo blanco con la cola teñida de rojo llamarada: dice que sus ancestros andaban a caballo y que él se sentiría muy desgraciado si no pudiera cabalgar también, dice, y el viento se lleva una tela que tenía a sus pies y, en lugar de levantarse a buscarla, pega un grito: –¡Maari! Maari es su esposa, cuarenta y tantos, que está junto al fogón, cincuenta metros más allá, cocinando el cuscús con su bebé a la espalda. Maari, ahora, corre con su bebé a la espalda para atajar la tela. Mamadou sorbe su té, sigue contando.
Cuando se hace de noche es de noche. La luz es un rescoldo, un bailoteo, y lo demás son sombras. En las sombras hay demasiadas cosas. Lo han matado hace un rato. Lo degolló Baïdy como si fuera un rito, con un cuchillo corto y no tan afilado y un movimiento un poco laborioso. Hasta hace poco, pocos occidentales sabían cómo se corta una cabeza; ahora, gentileza del Estado Islámico, la mayoría lo sabemos, y no es fácil olvidar esa imagen mientras la sangre del cordero mancha el suelo. Después, Guillé lo desolló –como quien quita un forro– y lo deshizo en cinco partes –cuatro patas, el tronco. Ahora, cada una de las partes está pinchada en una cruz de ramas afiladas, clavadas en el suelo junto al fuego de ramas de espino. Fatimata me había dicho que no suelen comer carne: que si acaso, alguna vez, un animal que tuvo un accidente, pero que no pueden matarlos para comérnoslos, que ellos viven de esos animales, que deben venderlos para pagarse el cereal, el arroz, las cosas que precisan. Salvo en las fiestas, claro, el Ramadán, el Tabassi. O que, si no, comen carne cuando en el pueblo vecino matan a un animal. Los migrantes de cada pueblo se organizan para juntar dinero, donde estén, y mandarlo a sus familias, por supuesto, pero también a su pueblo para que todo el pueblo, una vez por mes, dos veces por mes, mate una vaca y se la coma. Entonces, en general, ellos también reciben una parte.
Sentados, echados sobre las esterillas, los hombres beben té. El té verde es muy amargo y muy dulce y se toma en un solo vasito, que circula entre los hombres que haya. Un hombre –siempre un hombre– lo prepara: limpia el vasito, mide con él la cantidad de hebras de té, la cantidad de azúcar y lo pone en la pava y, cuando ha hervido, el hombre –siempre un hombre– lo va escanciando desde lo alto para que haga espuma. La pava es roja o color lata, muy chiquita –le cabe al hombre en la palma de la mano– y hay un brasero enano para calentarla. El hombre, si es un hombre, acomoda las brasas con los dedos. A veces –pocas veces– el hombre convida un té a una mujer que haya. No suele suceder: en general, las mujeres están tan ocupadas. Ellos, sobre las esterillas, conversan, dormitan, piensan, se preocupan, esperan el retorno del rebaño. Moscas sin rumbo, sin tarea: las moscas hacen denso el aire. Cuando las bestias se van, quedan las moscas. Miles de moscas, por todas partes moscas.
Haby Bah tiene 32 años y lleva quince casada con Baïdy. Ahora Haby me dice que ella ama a su marido y alrededor todos se ríen. Le pregunto si él se divorció para casarse con ella. Haby se ríe, nerviosa, pudorosa, que cómo se me ocurre: que no, que él ya se había divorciado antes. Estamos en su choza, el olor de la leche fermentada, los cloqueos de las gallinas ponedoras que se pelean con su hijita Jara, la mirada interesada o autorizada o controladora de Baïdy mientras un extranjero habla con su esposa y le hace preguntas cuyas respuestas él querría saber –pero nunca le preguntó, porque los hombres no preguntan esas cosas. Haby se despierta cada mañana muy temprano, poco antes de las cinco, para preparar el desayuno de los pastores. Después va a buscar agua para cocinar y lavar durante el día; vuelve, barre el campamento, arregla su choza, lava las cacerolas y la ropa, y empieza a cocinar el almuerzo –siempre cargando a su bebé a la espalda. –¿Y después descansas? Le pregunto. –No, yo casi nunca tengo tiempo para descansar. Me gustaría, pero acá siempre hay algo para hacer. Las mujeres siempre tenemos algo para hacer. Descansar no es para nosotras.
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