Espero tu email

Estaba hecha un lío. El día anterior había recorrido doscientos kilómetros en busca de respuestas, dispuesta a sacarle información por la fuerza si hacía falta, a hacer una cola de más de media hora para tener un momento a solas con él, incluso a perseguirle por el recinto ferial hasta un restaurante… Y ahora que él mismo me ofrecía una explicación, a menos de tres kilómetros de casa, ¿iba a renunciar a ella?

La sorpresa que me llevé en la firma de Luis fue difícil de digerir. Y quería devolvérsela.  Me pasé la noche recreando escenarios que probaran que, o bien Luis me había plagiado, o bien que se había inspirado muchísimo en mi novela. Pero en ninguno de nuestros emails lo había admitido nunca, ni siquiera decía habérsela leído antes de publicar la suya. No iba a ser tan tonto de darme una confesión por escrito. No nos lo iba a poner tan fácil a Vicky y a mí…

Aquella noche fue la primera en días que Luis no me escribió: no recibí ni un correo ni tampoco un mensaje de chat. Nada. Lo último que me había dicho es que esperaba mi email, y yo tampoco le había escrito. ¿Me volvía a dejar tiempo para que asimilara su rechazo? ¿Esperaba a que fuera yo la que diera el primer paso?

No nos habíamos visto. Eso era un hecho. No en persona. No a solas, quiero decir. Y estaba claro que, hasta que no hablásemos cara a cara, no podría saber si había calibrado bien el tono de sus mensajes.  ¿Y si lo había confundido todo?

Me compré un Kebab y me senté en un banco que había justo en frente de la dirección que Santi me había dado. Y me puse a cenar con vistas a la casa de Luis. Eran las nueve y media. Pronto recibiría el mensaje de buenas noches, el que abría a diario nuestras larguísimas conversaciones nocturnas. Y así fue, a las diez cero cero me llegó al móvil la notificación del chat de Gmail. El móvil no funcionaba igual que el de ordenador, así que tardé un rato en poder contestar.